lunes, 3 de diciembre de 2018

Bravo, Zeus.


El perro llora y no sabe.
Él lo mira a través de la pantalla
y de tanta tierra
y no entiende, no alcanza a comprender
por qué, cómo, cuándo.

Una bomba suena y el perro se esconde.
Su amigo le cuenta desde Damasco
que Zeus ladra cuando escucha
los disparos, pero que los explosivos
le aturden. Le dice que unos soldados
quisieron quedarse con él esa misma tarde.
Sigue asustado.

Ayham le escucha desde Europa,
un lugar que le acoge con una mano
mientras le señala con la otra. Huye
de una Siria atrapada entre dos fusiles
sin bandera blanca que la cubra,
un lugar que le obliga a armarse para
defender quién sabe qué, para morir
por quién sabe qué. Ayham no quiere
morir por una causa, prefiere hacerlo
con un motivo, así que decide correr,
correr, correr. Llega a los brazos
de un traficante y atraviesa el océano,
poblado por cuerpos sin aire de
todos los tamaños, escucha historias
sobre el tráfico de órganos, pierde el pulso
al despedir a los que no lo consiguen,
ayuda a un niño de tres años a bajar del bote
en Grecia, se queda dormido con el llanto
de una mujer de sesenta años en el oído.

Ayham llega a Europa a tiempo
de abrazar su vida, de calmar la ansiedad
sin dejar ya nunca el miedo,
pero cuando abre la puerta de la casa asignada
no hay perro que lo abrace, que lo proteja,
no hay Zeus que convierta esa casa en hogar.

Siente miradas de desprecio, en las noticias
los tipos con traje rechazan sus derechos,
en la calle cualquier ruido le paraliza,
piensa cada minuto si su familia seguirá viva,
las pesadillas donde corre sin llegar a un lugar
no cesan,
se pregunta si realmente sigue a salvo.
Ayham sólo quiere estar con Zeus.

Por qué. Cómo. Cuándo.

Entonces Ayham lo decide:
va a traer a Zeus a Europa.
Contacta con una protectora que rescata
animales en Siria, que se juega la vida
para devolvérsela a esos perros
que no entienden de guerras ni de muerte:
sólo saben amar sin control.
Ellos lo intentan todo. Zeus se despide de
los amigos de Ayham que lo cuidan,
de los niños de la calle con los que juega
entre casquillos y polvo, tanto polvo.
En la frontera les deniegan el paso y Ayham
teme que se quieran quedar con Zeus
y con el azul de sus ojos que colorea
un país gris envuelto en ceniza. Los voluntarios
se esconden y en el siguiente turno lo consiguen.
Zeus saca la cabeza por la ventana del coche
mientras huye de lo que conoce,
porque él, al contrario que el resto del mundo,
sólo sabe mirar hacia delante, todo el tiempo,
le lleve donde le lleve el aire: sólo quiere seguir.

Zeus llega al Líbano y pasa unas semanas
con un amigo de Ayham. Él, amputado,
no está obligado a hacer el servicio militar,
pero no tiene permiso para viajar. Así, atrapados
e inmóviles, pasan los días hasta que otra voluntaria
lo consigue: se lleva a Zeus en avión con ella a Europa.

Sus amigos sólo le repiten lo mismo una
y otra vez: cuídalo. Ayham les promete que lo hará.

Hay finales cálidos, finales que sólo son pequeñas pausas
porque afuera la historia sigue ocurriendo,
el terror no cesa, las circunstancias no cambian.
Historias de miedo que permiten que existan
pequeños trazos de belleza provocada por lo más horrible.

Huida, acogida, rechazo, seguridad, repudio:
son sinónimos para un refugiado.

Sólo al final de esta historia
Ayham sonríe. Sólo en los últimos minutos,
al abrazar a Zeus en el aeropuerto, Ayham respira.

Como el refugiado que después de escapar
llega, por fin, a su casa.