sábado, 5 de octubre de 2019

Ya nadie conocerá nuestra historia.

Es raro escribirte desde un lugar
en el que tú y yo ya no estamos.

Es raro hablarle a alguien que ya no eres,
yo, que no sé quién soy.

Los años han pasado,
y he aprendido varias cosas que ya nunca
podré contarte
porque aquellas que fuimos ya no responden
nuestras preguntas,
pero aún soy capaz de escuchar el eco
de tus pisadas sobre mis manos
y eso es casi igual de extraño.

Ya nadie conocerá nuestra historia.

Hablo de ti desde la calma,
desde estas cuatro paredes que me protegen,
y no me duele.

Tal vez tenías razón.

Pero es que te miro
y no eres tú.

Entonces te escucho
y el amor desatendido sube como un fuego
por mi cuerpo acostumbrado.

Quisiera hablarte de mis miedos,
dejar a un lado el ruido y apoyarme
de nuevo sobre tu espalda,
preguntarte si tu pelo sigue siendo igual de suave,
por qué apagaste todas las luces.

Quisiera saber quién eres ahora,
si queda algo de la mujer que me encontré
cuando yo apenas comenzaba a vivir,
si encontraste al fin un hogar que no te apretase tanto,
si me recuerdas al cantar en voz baja,
si aún dudas al bailar sobre las hojas del otoño.

Tú y yo ya no somos nosotras,
pero seguimos siéndolo en el sitio
al que acudo cuando tengo frío
y buceo entre mi memoria para encontrar
algo que me abrigue,
y así, como la vida cuando nos cuida,
me doy de bruces contra algo tuyo:
la cobardía, los impulsos,
la marcha lenta, un espejo roto,
ese carnaval inesperado,
dos canciones que como un relámpago
parten mi cuerpo en dos.


Así funcionan los recuerdos:
cuanto más lejos están,
más queman.
Y cuando uno se da cuenta,
el mundo entero ya está en llamas.