martes, 12 de diciembre de 2017

A los perros buenos no les pasan cosas malas

¿Lo recuerdas?
La nieve, un verde helado como nunca,
las botas hundidas, mi madre en el balcón observándonos jugar.

Reías, te prometo que fui capaz 
de escucharte reír,
saltabas y te hundías en la nieve,
y no entendiste nada,
y yo comprendí todo.

Es ese quizá el recuerdo más sencillo de todos mis años.

Aprendí de la vida 
que debía cuidarte, colocarme entre tu cuerpo y el mordisco,
oler tus silencios y el más mínimo gesto,
protegerte sin necesidad de un peligro, 
quererte entero y sin fisuras, sin errores, 
con la tranquilidad que da amar a quien te ama.

Aprendí de la vida a quererte de igual modo, 
a amar este equilibrio nuestro, 
la igualdad de latido, 
a confiar sin atender el tiempo
que tarda uno en encontrar la calma, 
a buscar lo urgente sin ninguna prisa, 
y a llegar a casa, 
y que mi casa sea mi casa porque tú me esperas, 
y que tu casa sea tu casa porque siempre vuelvo.

Aprendí de la vida 
a estar siempre alerta,
pero cuando vino a golpearte esa alarma no sonó,
cuando vino a castigarte no se escuchó nada,
cuando vino a herirte el silencio había perdido su olor,
y no fui capaz, mi vida, esa vez no fui capaz,
y a una palabra de mi boca estuvo de llevarte, 
a una única palabra de abandonarte, 
a ti, a tu ruido, a la mirada que me enseña, a mi casa, 
a una única palabra de arrancarte de mi lado.

Cuánto daño cabe 
en las heridas que no se ven.
Cuánto duele lo que no se merece.

Te llevé entonces conmigo, 
desoí el futuro y te llevé a otro sitio más amable,
tan diminuto, tan débil, tan hueso, 
te arropé con tres mantas 
y mis dos brazos tan escasos entonces, 
te abrigué con el tiempo, te cubrí con mi mantra
–a los perros buenos no les pasan cosas malas–, 
te guardé bajo este amor tan infinito, tan a cambio 
de nada y todo, te guardé bajo el amor, 
te velé, día y noche, semana y mes, te velé,
te prometí nieve y mar y sol si resistías, te prometí
lucha si aguantabas un poco más, un último esfuerzo,
acaricié todas las navajas que te perseguían, 
custodié mi sueño con el tuyo, paré mi vida porque mi vida
estaba enferma, me negué a seguir sin ti porque tus ojos
me pedían otra cosa, me pedían otra cosa, 
me negué a la muerte, la negué mientras te afirmaba a cada segundo.

Y tú me asentiste.

¿Escucharías la nieve? ¿Sería aquello suficiente para salvarte
igual que lo hizo conmigo?

Nos quedan tantos años, tantas batallas
y tantas victorias.
Quizás tengan razón y la muerte sea tu espada, 
pero yo soy tu escudo.



¿Puedes verlo?

Somos tú y yo, 
en la nieve, 

riendo juntos de nuevo.

3 comentarios:

Victor dijo...

Que cosa más conmovedora

J. Piñon dijo...

Sigo leyendo esto y aun paso por tu blog de vez en cuando, amo mucho lo que escribes.
Elvira.
Gracias... por todo.

BelénD. dijo...

Vuelvo a ti, Elvira, cuando la hecho tanto de menos y entiendo al fin, que a los perros buenos, no le pasan cosas malas.