sábado, 5 de octubre de 2019

Ya nadie conocerá nuestra historia.

Es raro escribirte desde un lugar
en el que tú y yo ya no estamos.

Es raro hablarle a alguien que ya no eres,
yo, que no sé quién soy.

Los años han pasado,
y he aprendido varias cosas que ya nunca
podré contarte
porque aquellas que fuimos ya no responden
nuestras preguntas,
pero aún soy capaz de escuchar el eco
de tus pisadas sobre mis manos
y eso es casi igual de extraño.

Ya nadie conocerá nuestra historia.

Hablo de ti desde la calma,
desde estas cuatro paredes que me protegen,
y no me duele.

Tal vez tenías razón.

Pero es que te miro
y no eres tú.

Entonces te escucho
y el amor desatendido sube como un fuego
por mi cuerpo acostumbrado.

Quisiera hablarte de mis miedos,
dejar a un lado el ruido y apoyarme
de nuevo sobre tu espalda,
preguntarte si tu pelo sigue siendo igual de suave,
por qué apagaste todas las luces.

Quisiera saber quién eres ahora,
si queda algo de la mujer que me encontré
cuando yo apenas comenzaba a vivir,
si encontraste al fin un hogar que no te apretase tanto,
si me recuerdas al cantar en voz baja,
si aún dudas al bailar sobre las hojas del otoño.

Tú y yo ya no somos nosotras,
pero seguimos siéndolo en el sitio
al que acudo cuando tengo frío
y buceo entre mi memoria para encontrar
algo que me abrigue,
y así, como la vida cuando nos cuida,
me doy de bruces contra algo tuyo:
la cobardía, los impulsos,
la marcha lenta, un espejo roto,
ese carnaval inesperado,
dos canciones que como un relámpago
parten mi cuerpo en dos.


Así funcionan los recuerdos:
cuanto más lejos están,
más queman.
Y cuando uno se da cuenta,
el mundo entero ya está en llamas.

lunes, 3 de diciembre de 2018

Bravo, Zeus.


El perro llora y no sabe.
Él lo mira a través de la pantalla
y de tanta tierra
y no entiende, no alcanza a comprender
por qué, cómo, cuándo.

Una bomba suena y el perro se esconde.
Su amigo le cuenta desde Damasco
que Zeus ladra cuando escucha
los disparos, pero que los explosivos
le aturden. Le dice que unos soldados
quisieron quedarse con él esa misma tarde.
Sigue asustado.

Ayham le escucha desde Europa,
un lugar que le acoge con una mano
mientras le señala con la otra. Huye
de una Siria atrapada entre dos fusiles
sin bandera blanca que la cubra,
un lugar que le obliga a armarse para
defender quién sabe qué, para morir
por quién sabe qué. Ayham no quiere
morir por una causa, prefiere hacerlo
con un motivo, así que decide correr,
correr, correr. Llega a los brazos
de un traficante y atraviesa el océano,
poblado por cuerpos sin aire de
todos los tamaños, escucha historias
sobre el tráfico de órganos, pierde el pulso
al despedir a los que no lo consiguen,
ayuda a un niño de tres años a bajar del bote
en Grecia, se queda dormido con el llanto
de una mujer de sesenta años en el oído.

Ayham llega a Europa a tiempo
de abrazar su vida, de calmar la ansiedad
sin dejar ya nunca el miedo,
pero cuando abre la puerta de la casa asignada
no hay perro que lo abrace, que lo proteja,
no hay Zeus que convierta esa casa en hogar.

Siente miradas de desprecio, en las noticias
los tipos con traje rechazan sus derechos,
en la calle cualquier ruido le paraliza,
piensa cada minuto si su familia seguirá viva,
las pesadillas donde corre sin llegar a un lugar
no cesan,
se pregunta si realmente sigue a salvo.
Ayham sólo quiere estar con Zeus.

Por qué. Cómo. Cuándo.

Entonces Ayham lo decide:
va a traer a Zeus a Europa.
Contacta con una protectora que rescata
animales en Siria, que se juega la vida
para devolvérsela a esos perros
que no entienden de guerras ni de muerte:
sólo saben amar sin control.
Ellos lo intentan todo. Zeus se despide de
los amigos de Ayham que lo cuidan,
de los niños de la calle con los que juega
entre casquillos y polvo, tanto polvo.
En la frontera les deniegan el paso y Ayham
teme que se quieran quedar con Zeus
y con el azul de sus ojos que colorea
un país gris envuelto en ceniza. Los voluntarios
se esconden y en el siguiente turno lo consiguen.
Zeus saca la cabeza por la ventana del coche
mientras huye de lo que conoce,
porque él, al contrario que el resto del mundo,
sólo sabe mirar hacia delante, todo el tiempo,
le lleve donde le lleve el aire: sólo quiere seguir.

Zeus llega al Líbano y pasa unas semanas
con un amigo de Ayham. Él, amputado,
no está obligado a hacer el servicio militar,
pero no tiene permiso para viajar. Así, atrapados
e inmóviles, pasan los días hasta que otra voluntaria
lo consigue: se lleva a Zeus en avión con ella a Europa.

Sus amigos sólo le repiten lo mismo una
y otra vez: cuídalo. Ayham les promete que lo hará.

Hay finales cálidos, finales que sólo son pequeñas pausas
porque afuera la historia sigue ocurriendo,
el terror no cesa, las circunstancias no cambian.
Historias de miedo que permiten que existan
pequeños trazos de belleza provocada por lo más horrible.

Huida, acogida, rechazo, seguridad, repudio:
son sinónimos para un refugiado.

Sólo al final de esta historia
Ayham sonríe. Sólo en los últimos minutos,
al abrazar a Zeus en el aeropuerto, Ayham respira.

Como el refugiado que después de escapar
llega, por fin, a su casa.

                                  


martes, 27 de febrero de 2018

Dime, Carmelita

Dime, Carmelita,
dime qué piensas cuando el mundo
se hace tan minúsculo que cabe en
la arruga más pequeña y tus ojos se pierden,
se deshacen, y tú sólo reconoces la lluvia.

Dime, Carmelita,
cuéntame de qué color son tus manos,
por quién ladran los perros, quién enciende
la luz en este mar tan oscuro y tan tuyo,
cuéntame quién te salva cuando no puedes,
cuéntamelo, dime que lo sientes,
aunque no lo veas, dime que existen palabras
que te cuidan.

Dime, Carmelita,
enséñame que los verdaderos recuerdos no se borran,
que son más grandes que el olvido. Dímelo,
porque no te conozco y ya me has enseñado
que no importa la memoria, importa este temblor
que aparece en la puerta, momentáneo, como un rayo de luz.
Dímelo, tú que lo sabes, y protege este futuro
con tu pasado de sombras que se alejan.


Dime, Carmelita,
dime que sigues ahí, aunque te inventes otro idioma,
aunque mires a tu hija y no lo entiendas,
aunque mires a tus nietas y no lo entiendas,
aunque tu casa sea extraña y el miedo enorme,
aunque te invada la tristeza y todo escueza, hasta la piel
de quien dice conocerte,
dime que sigues ahí, que eso basta, que eso es suficiente.


Aunque no recuerdes, aunque olvides,
no permitas que la oscuridad oculte lo único que es cierto:
existes porque te quieren, existes porque los quieres.


Aunque no lo sepas.

viernes, 23 de febrero de 2018

El Tango de Viento

A mis dos perros, Tango y Viento, 
uno se fue para que el otro llegara, 
pero ambos siguen conmigo, 
los tres estamos juntos.


Ha venido un viento limpio a bailar conmigo,
a apretarse a mí como lo hacían antes los días más tristes,
a borrar las cosas que quiero borrar y dejar visibles las eternas.

La música ha vuelto a sonar,
pero confieso que cuando se duerme
pienso en ti, y todo este mar escuece,
de pronto, y me doy cuenta de que la vida
no es más que un intento.

Tiene tus modos, me protege casi
de igual manera aunque no entienda nada,
aunque se sorprenda con todo, él me protege
porque siente que nos debemos mucho más
que este techo, que este abrazo. Él me protege
cuando le llaman por tu nombre
porque sabe que de aire tiene tu baile,
que los espacios que ocupa todavía huelen a ti,
que lo quiero porque te quise, y eso lo comprende.
Por eso nos protege.

Creo que sabe que pienso en ti y eso le gusta.
  

A veces lo miro y te intuyo a su lado,
todavía cansado, como una luz que parpadea,
resistente al abandono. A veces lo miro
y siento que también a él lo cuidas,
es tan pequeño y tú lo acaricias, le guías para
que no se salga de nuestro camino, le enseñas
todas las respuestas que debe darme,
le ayudas a cuidar la piel
de una persona llena de ausencia.
A veces lo miro y creo verte
al lado de su cuerpo, con tu cara
de paz, mirándome a los ojos y pensando que no,
que todavía no te vas, que nos seguimos debiendo
estos instantes, estos destellos de amor inmortal.

Y no necesito que nadie lo entienda.
No necesito contarle a nadie que sigues aquí
aunque te hayas ido.

He vuelto por fin a sentir tranquilidad.
Sé que estás donde quieres, allí donde el viento
te ha traído de vuelta, a bailar a nuestro lado.