Me
saben los labios a la
sal de
tu herida.
Sal de
tu herida, mi amor,
repetimos
sin cesar, una y otra vez,
bajo
esta idea nuestra de que las palabras
existen
para salvar lo que se necesita.
Hoy
puedo decirte que mi herida
yace
tranquila al lado de un sol
que me
recuerda al ciego instinto
por el
cual seguí tus pasos,
ese
que nos trae hoy
al
lugar donde nos sentimos libres por primera vez.
La
libertad está dentro de ti,
me
dijiste un día,
y yo
no lo entendí
hasta
que te vi a ti al otro lado.
Tu
nombre fue la salida de mi casa,
tu
nombre es la entrada a mi hogar.
Por
eso sé que no me equivoqué:
incapaz
de moverme, llegué a ti.
Imagina
dónde pueden llevarnos mis pasos.
Hoy
puedo decirte que mi herida
ya no
tiene hambre,
amor,
que mi
herida ya no quiere más,
que mi
herida sólo tiene sueño.
Las
heridas se duermen,
aunque
lloremos de vez en cuando.
Escucho
tu acento decir mi nombre
y lo
entiendo,
lloro
sobre tus dedos mojados
y lo
entiendo,
veo
tus ojos cambiar de color al quererme cada noche
y lo
entiendo,
te
pronuncio en voz alta por primera vez
y lo
entiendo,
río a
tu lado y nada más, sólo eso,
y lo
entiendo.
Hoy
puedo decirte que sí,
que no
me cabe duda,
que afirmo
lo siguiente con la misma fuerza
con la
que aprieto tu mano por las noches:
volvería
a pasar por el mismo abismo
con
tal de poder mirar juntas el mismo cielo.