jueves, 22 de agosto de 2013

Un sueño.

El resto del mundo buscaba las respuestas. Ella tenía las preguntas.



Era un domingo con etiqueta de fiesta
de sábado enredado en nostalgia.

Yo caminaba sola,
a caballo entre mi cansancio
y la esperanza que te ordenan tener,
mirando al suelo
-siempre-
para no perder detalle
de la belleza de las cosas que son más pequeñas que nosotros.

No sabía dónde iba:
estaba atrapada entre una huida que acababa siempre liberándome
y una libertad que me volvía presa de mí misma.

De repente
empezó la lluvia
y,
como si fuera una banda sonora programada
de una de esas estúpidas películas felices
o el tiro que indica la salida de la carrera de tu vida hacia la muerte,
levanté la mirada
y fui testigo de cómo Gran Vía guardaba silencio,
como calla quien no sabe qué decir ante lo que es más grande que él.


Ella,
así, con mayúscula,
como se escribe Lluvia, Invierno y Tristeza
o Pájaro, Amor y Saliva.
Ella.


Paseaba despacio,
se la veía tan segura
de que el mundo dependía en ese momento de sus pies
que la prisa no entraba en sus pasos.

Sonreía a solas,
como un prodigio animal en medio de una selva humana.
Parecía que decía:
idiotas, la solución a todo está en nuestras bocas.

Zarandeaba sus manos
buscando algún tipo de herida,
tenía los ojos de color café batalla
y en el pelo un millar de caricias en marzo.
Su pecho parecía batirse en retirada a cada latido
y sin embargo era fácil entender que era el aire
el que la respiraba a ella.

Miraba al horizonte:
cualquiera en su loco juicio
hubiera dicho de ella que tenía todas las preguntas,
que era una niña perdida
que había venido a salvar(me d) el mundo
porque nunca lo sabría,
que probablemente habría nacido en una nube
y se marcharía con la próxima tormenta
con el resto de todas esas historias
que violan con violencia vidas.

A través del deseo
de querer besarle los párpados,
me di cuenta de que era uno de esos seres
que jamás,
ni aun empeñando tu empeño,
podrías llegar a conocer.

Era una de esas maravillas
que te hacen querer ser humano.


Juro que no exagero
si os digo que todo mi invierno se concentró en su cara,
que la lluvia era más pequeña que ella
-igual que mi corazón,
los árboles y la contaminación de Madrid-,
que nada tienen que hacer las mariposas y los terremotos
cuando ella pestañea,
que la miré como si Gran Vía fuera el diluvio universal
y Noé la hubiera señalado solo a ella.

Que la vida
puede durar un cruce de miradas
en medio de una tormenta.
Y os aseguro que eso es un regalo,
eso es más que suficiente.


E igual que apareció,
se marchó:
como quien camina de puntillas
y provoca estampidas de latidos.
Disimulando,
como si no creyera en la poesía
y pensara que todo lo que no se dice en voz alta
no existe.
Como un secreto,
ignorante de que son silencios
que hacen más ruido que la verdad.

Y yo la dejé irse,
sin nombrarla
para no romper su existencia.



martes, 20 de agosto de 2013

Este puto milagro divino.

Yo
que siempre pestañeo
cuando pasan estrellas fugaces,
que lloro viendo anochecer en el mar
o escuchando a Ludovico Einaudi
porque me siento
incapaz
de
abarcar
tanta
belleza
y eso me llena de tristeza,
que tengo un corazón en dos por cuatro
y un silencio entre los labios,
que temo más a la oscuridad
que a los monstruos,
que no pertenezco a ningún lugar
porque abandoné mi casa
para cohabitar con mi existencia
y debo mil facturas,
que no confío en quien me quiere
por no salir de mi rutina,
que escribo
porque no soporto mi ruido
y todo lo demás es adorno.

Yo
que curo al alcohol
con mis heridas,
que nunca aprendí a ser feliz
más allá de mí misma,
que me resulta imposible
mirar a otros ojos más de tres segundos
porque me aterra ser descubierta,
que no sé mentir
pero desconozco cuándo digo la verdad,
que echo de menos mi futuro
y así con todo,
que soy tan minúscula como el punto de una i
y prescindible como una exclamación de apertura,
que te quiero más pero siempre después de ti.

Yo
que nunca creí en el cielo
ni en la salvación
y que concibo la redención
como un fantasma o un recuerdo...

Permíteme confesarte
a ti,
ángel subido a mi pecho:
que de repente vi tus brazos salados abriéndose como dos nubes de agua,
tu busto sinfónico inflándose como un huracán dentro de un volcán en erupción,
tus ojos espumosos destapándose como las puertas de mi fe ante las certezas,
tu boca llenándose de mandamientos impenetrables como rocas milenarias,
tus piernas benévolas empapando mi suelo de flores anacaradas,
tus dedos silentes ahogándose entre esdrújulas arrítimicas, marítimas y selváticas,
tu voz glorificada disparando amor a mis labios resecos y perdidos...


...y aún no me creo este puto milagro divino.

jueves, 15 de agosto de 2013

Como una balada de Extremoduro.

Vivir el amor
como si fuera una balada de Extremoduro.

Besar cuerpos
como si fuera de ahí solo hubiera un precipicio
donde algo amenazara con arrancarnos la boca.
Como si nos dieran a elegir
entre sus labios o la vida.

Caminar
poniendo punto y seguido a todas las huellas.
Dejar las comas
y puntos finales
para contarlo.

Olvidar
de mentira,
lo justo para convertir desamores en recuerdos.

Llorar
hasta secarnos
y reír
hasta volver a mojarnos por dentro.

Morir
creyendo en la resurrección.
Resucitar
creyendo en la muerte.

Enmudecer
apreciando en el silencio otra forma de hablar,
aceptando el ruido del mutismo,
abrazando la belleza que guarda el latido de un corazón silente.

Pensar
como quien sueña:
a través de un pulso callado entre deseo y realidad.

Perder -y perderte-
queriéndote lo suficiente
para poder encontrarte cuando desees parar.

Sobrevivir
sabiendo que ayer nunca volverá,
mañana nunca llegará
y hoy siempre será.
Tocar los días
como si tuviéramos guardados cinco orgasmos
en cada mano.

Luchar
enseñando el dedo corazón
a todos aquellos que no saben amar.

Escribir
como quien sabe que jamás tendrá la última palabra
pero sí la única.