martes, 24 de mayo de 2016

El tiempo en un reloj de arena.

Quisiera huir ilesa del espejo
roto,
ser el pulso que descansa en la almohada
blanca,
llamarte sin miedo a que no lo cojas
nunca,
mirarme desde cerca y encontrarte
lejos.

Quisiera perder el miedo a este miedo
intacto,
sacar corazón y guardar bandera
al otro lado,
decir alto tu nombre y no encogerme
asustada,
pensarte como sueño y no una trampa
injusta.

Pero mis manos se abren y no hay nada:
solo arena que se cae por mis dedos,
temor a no volver a ser quien era,
como el tiempo en los relojes,
como tus besos en este desierto
de sed.

Y con la valentía de un pájaro
herido
escojo quedarme y esperar:
me resisto porque tu hueco es un precipicio
y mis alas necesitan descanso.

martes, 17 de mayo de 2016

El desierto de mi isla

Soy una isla.

Todos quieren llegar,
traerse un libro,
algo de comida
y un amor.

Imaginan los árboles,
piensan en el mar que no se vacía,
son capaces de tumbarse sobre
mi arena
y dejarse ser por completo
porque es terriblemente sencillo:
en mí no existen los espejos,
cuido con esmero la contracción del paisaje,
acaricio el pasado y los errores ajenos,
marco el camino y no el tesoro
y me mantengo siempre estática,
sin hacer ruido, sin causar peligro,
esperando el golpe con las palmas abiertas.

Es fácil querer llegar.
Querer quedarse es igual de fácil
que ahogarse en una gota
de agua.

Es así: todos quieren llegar
y, sin embargo,
todos quieren irse
en el momento en el que llegan.

Quizá sea por el olor a polvo que me cubre,
por el viento que va dejando partes de mí
en cada trozo de tierra que piso
y me devuelve incompleta a la orilla,
por el cansancio de mis ojos
que siempre están en otra parte
o, quizá, porque nadie quiere vivir
en un lugar deshabitado.

Nadie quiere estar en una isla desierta
cuando se hace de noche.

martes, 10 de mayo de 2016

Transido de palabras

No me queda mucho más que decirte,
pues esta nube ya arruga mis dedos
por momentos,
salvo que llegó a casa una carta a tu nombre
—fingí tu firma y el cartero, amable,
disimuló mi tristeza—,
que la comida
se acumula pero el hambre no termina,
que no sé qué hacer con tanto ruido
—recuerdo cuando partías
el silencio con tu risa y todo,
entonces, era cuestión de adelantarse—
y que las palabras me duelen,
amor.

No quisiera que pensaras
que no te pienso
porque no te escribo.

Es solo que ahora he de hacer hueco
a tu ausencia en mi refugio,
y no sé si estoy preparada para colocarla
al lado de un poema
que cuente, de algún modo
que no duela tanto,
cómo desapareciste
al abrir los ojos.

Prefiero cerrarlos que ver esta puerta
cerrada
cansada ya de tantos portazos.

lunes, 2 de mayo de 2016

La gota china

Miro las
gotas que caen con vicio por la ventana
cuando llueve y llego a esta casa abandonada
de orillas,
y recuerdo
aquel método de tortura china
que consistía en inmovilizar a un preso
de modo que cayera sobre
su frente —a la fuerza culpable—
una gota de agua fría
cada cinco segundos
—los mismos que tardábamos en besarnos
por las mañanas—,
para abandonarlo después en un cuarto
sin luz,
con el cuerpo sin forma
y el alma hecha pedazos.

Dicen que las víctimas acababan muertas
debido a un cansancio
demente
que terminaba afectando al corazón
provocándoles un paro cardíaco.

Exactamente igual
que el efecto
que tienen nuestros recuerdos
cuando caen
—como esta lluvia del infierno—
gota a gota
sobre mi pecho.