martes, 22 de noviembre de 2011

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¿Sabes? He de confesarte algo. Te he inventado un nombre y te quiero.
Te diré más. Soy capaz de enamorarme de una persona solo por su mirada, y en cuanto eso ocurre solo quiero bailar con ella bajo la lluvia. Tengo mil palabras para conjugar con tu falda porque te has convertido en mi mejor musa. Solo te veo cuando los dados sacan un ocho, pero ya quiero decirte que, aunque aun no lo sepas, fui la primera en decirte por primera vez que eres más guapa que el otoño. Que el segundo día aprendí el número de soplos que das al café antes de dar el primer sorbo. Que nada más verte supe que los abrazos a las personas pequeñas cobijan mucho más que un abrigo. Que me gusta la parte de atrás de tus rodillas; y que tu voz cae sobre mi garganta y se queda entre mis costillas durante siete semanas, hasta que vuelves a llevarte mi mirada por delante. Que el tercer día quise regalarte unos billetes a Montmartre y el cuarto día me asusté. Que te echo terriblemente de menos desde que me enamoré por primera vez. Que el quinto día te confesé que en el segundo se me trastabilló el corazón entre la tercera y la cuarta sonrisa y que ahora siempre sangra cada vez que apareces. Y me gusta. Que el primer domingo que me regalaste te invité a empapar esquinas desempolvando tu paraguas y bailando bajo la lluvia hasta que un taxi nos devolvió a París. Que un día antes de escucharte ya bombardeabas mi corazón.
Que dejé de no prestar atención a los detalles el día que te conocí.
Que no necesito tu nombre.
Que sé que eres tú y no necesito nada más.


miércoles, 16 de noviembre de 2011

Si me inspira, me hará daño. Las musas no saben expirar.

Ella era ese tipo de chica a la que no le interesaban lo más mínimo los momentos felices, sonreír todos los días o vivir el amor. De lo único de lo que estaba enamorada era de las historias de desamor. Su vida se completaba con sonrisas del revés. Es por ello por lo que yo jamás le interesé. Y es por ello por lo que yo me enamoré de ella.

Y nació entonces el amor crónico. Una historia de solo idas compuesto por cien cicatrices y media. Una vida en la que yo me dejé salvar y condenar por un universo de hoyuelos y ojos azules. Me apuñalé a mí misma dejándome enamorar de su primera sonrisa. Esa que me puedo atrever a asegurar que era más grande que el propio sueño que formaba. Dejé de no prestar atención a los detalles para que pasaran a ser lo único que me quedara al final de la noche. Y rescatarlos, llevármelos a la ducha, plastificarlos bajo la almohada, presentarles a mi otoño. Le escribí frases con el tamaño de letra más ínfimo posible, no quería asustarla. Rescaté historias en las que yo rellenaba sus lunares con la espuma del cappuccino y ella me pedía al despertar que le abrazara fuerte por la espalda porque quería seguir soñando. Me hice coprotagonista de mi vida una vez que le invité a entrar en ella. Llené el mundo de lluvia con mil bailes entre sus rodillas. Jugué con sus dedos, con su cuello, con sus costillas, hasta que logré deshacerlos y convertirlos en los pergaminos con los que sueñan los náufragos. Ella era tan pequeña, tan frágil, que era imposible no enamorarse. Y así se convirtió en mi París, en mi café de media tarde, en mi tormenta de octubre, en mi corazón en la garganta, en mi nostalgia y melancolía infinita, en mi dolor de pecho. Y a cambio le ofrecí una manta donde sus pies no sobresalieran, una mano que sentir cuando en un tren la multitud pudiera dañarla y dos mil motivos para sonreír por la mañana. No le pedí que me curara, no busqué que me salvara. Solo quise enamorarme de ella.

Y yo le miré y le dije que lo único que buscaba era un dolor que llevara su nombre. Qué le voy a hacer si solo sé alimentarme de tristeza. Y ella se hizo una coleta y se ofreció como musa. Porque solo es musa si duele. Y yo solo la querré si me hace infeliz.