
Silba el viento y los besos crecen, deshechos entre los abrazos más calientes que un invierno me enseñó jamás... Adoro cuando al darle todo de mí ella me agarra fuerte, más fuerte, tan fuerte, como si temiera que pudiera desaparecer de repente; como si tuviera la firme idea de querer morir así: abrazada a mi cuello, con los ojos cerrados, más tierna y dulce que nunca, queriéndome únicamente suya y por siempre... Adoro ese momento en el que me dice que lo único que le apetece hacer es mirarme, y lo hace: cuando ando, cuando duermo, de espaldas, en ese pequeño instante en el que sus ojos se mantienen en los míos justo antes de besarla, e incluso cuando no estoy... Adoro que se tumbe en mi cama porque sabe que me encanta dormir después sobre su olor. Adoro sus infinitos dimples cuando me dan ataques de besos, su sonrisa inmensa cuando me pide que me tumbe sobre su hombro derecho. Adoro llevarla a las Cataratas del Niágara con tan solo sacudir el paraguas, hacer que se entere cada gota de agua de cuánto la quiero propagándolo a los cuatro vientos una noche vacía que se llena con nosotras, cantar con ella frases sueltas de Quique dentro de nuestro mundo del parapluie, verla bailar bajo la lluvia y quererla más que nunca... Adoro vivir esa media hora al año siempre a su lado, en el jardín de enanitos de Amelie, en esa panadería que nunca cierra, en ese pequeño hoyuelo que se vuelve tan profundo cuando nos ve, en esa fractura de costillas por abrazo accidentado, en ese cuento de Blancanieves y Cupido, allá por donde queda el infinito y más allá... Cuatrocientos doce mil besos
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